Comentario
Más complejo es conocer, por la escasez de obra, la primera actividad de Valdés Leal, que debió formarse en Sevilla de donde marchó en algún momento, solo o con su familia a Córdoba. Ese traslado, según Valdivieso y Brown, aunque se ignora cuándo y por qué acaeció, podría explicarse en parte considerando que para un principiante era una ciudad con demanda suficiente, sobre todo eclesiástica, y que con relaciones familiares podía proporcionar encargos. De Córdoba arrancan sus noticias de biografía y oficio, que como en Murillo aparecen ligadas, pues en 1647, con 25 años y ya como maestro pintor, residía allí al casar con Isabel Martínez de Morales, hija de un artesano hidalgo bien relacionado que afianzó los contactos y la posición de Valdés. También de ese mismo año data su primer cuadro conocido, un San Andrés firmado con fecha, que por pertenecer de antiguo a la iglesia de San Francisco revela que, al igual que Murillo, empezó con encargos conventuales. A través de éste y otros sucesivos (sendos del Arrepentimiento de San Pedro, 1647?9, Córdoba, Museo Diocesano, y Madrid, Academia) se ve que practicaba un naturalismo muy escultórico, afín en bravura y por carácter al de Herrera el Viejo, pero que no por más fuerte dejaba de parecerse al que Murillo seguía por entonces. Ello confirma que Córdoba era un medio propicio para la profesión, pues hasta imperaba un gusto similar al de Sevilla, que le permitía ejercer lo aprendido durante su adiestramiento. Allí debió confirmarse aún más en ese estilo al conocer a Antonio del Castillo, el maestro local más afamado y cuyo influjo acusó sobre todo en los personajes.
Pronto, huyendo quizá de la peste, debió marchar a Sevilla, donde ya estaba en diciembre de 1650. Poco después obtuvo el encargo más importante de este período juvenil, un ciclo de seis grandes cuadros sobre Santa Clara para el convento homónimo de Carmona, realizado entre 1652?3, del que hoy guarda dos el Ayuntamiento sevillano y el resto la colección March.
Entrado en la treintena Valdés manifestó aquí, como algo antes Murillo, su capacidad y todo lo que iba conformando su arte. Junto a cierta experiencia para acometer lienzos de grandes dimensiones, oscilaba como aquel entre las sugerencias naturalistas con fuerte tenebrismo (Santa Clara con la custodia) y una factura más suelta, abierta a lo colorista y barroco (Retirada de los sarracenos, ambos en Sevilla, Ayuntamiento). Estos últimos rasgos apuntan en especial a lo que sería su propio temperamento artístico, de dinamismo casi violento y descuidado, aún por concretarse. Pero por esa misma falta de definición afloran también muchas sugerencias ajenas, sobre todo compositivas, pues la Muerte de Santa Clara sigue sin maestría el cuadro análogo de Murillo la Profesión de la Santa, los sólidos esquemas de Herrera el Viejo y muchas figuras del cordobés Castillo.
Vuelto en 1654 a Córdoba realizó otros cuadros (Virgen de los plateros, Córdoba, Museo; Inmaculada con San Felipe y Santiago, París, Louvre; San Miguel, Madrid, Prado) donde junto a una mayor influencia de Castillo en los rostros, usando modelos poco gratos que serán peculiares, reflejaba más preocupación por las composiciones estudiadas, empezando a generalizar una pincelada deshecha. En 1655, antes de marchar definitivamente a Sevilla, contrató los lienzos del retablo del Carmen Calzado, perteneciente a otra fase más avanzada y crucial para la barroquización de su estilo, pues en su larga ejecución influirían en Valdés los aires renovadores llegados con Herrera el Mozo.
Una transformación similar y más profunda experimentó en esos mismos años Murillo, pues tras 1650 había logrado un estilo propio, en el que, pese a mantener resabios aún tenebristas (Adoración, Prado), evolucionaba a una mayor soltura y ligereza, ya del todo barrocas. Buen ejemplo es la Inmaculada con fray Juan de Quirós (1653, Sevilla, Arzobispado) donde el realismo agudo aún del fraile contrasta con el idealismo, luminosidad y colorido de la aparición mariana, que constituye la primera de sus tipologías inmaculistas conocidas. Con este encargo empezaba a diversificar su clientela, ahora de cofradías, al hacerlo para la Hermandad de la Vera Cruz, formada en buena parte por mercaderes acaudalados, quizá como sugiere Brown mediante las gestiones de su sobrino José de Veitia, luego alto funcionario. Su maestría en las composiciones avanzaba a la par del descubrimiento de la luz, cada vez más clara, difusa y generalizada, en armonía con el gradual enriquecimiento y jugosidad del color.
Para ese cambio debió aunar la lección de los luminosos cuadros maduros de Ribera, con algún conocimiento de otros de italianos, genoveses, especialmente, y flamencos rubenianos existentes o llegados a Sevilla. Esto explica obras con ese avance como la soberbia Inmaculada Grande (Sevilla, Museo), hecha también para los franciscanos, la Lactación milagrosa de San Bernardo y la Imposición de la casulla a San Ildefonso (Madrid, Prado). Por fin, las efigies de S. Leandro y S. Isidoro de 1655 (Sevilla, Catedral) con sus acordes plateados, libre pincelada y neta iluminación prueban que estaba preparado para la decisiva transformación experimentada con el impacto de Herrera el Mozo y, asimismo, que conseguía clientes de alta monta por ser un encargo del canónigo Juan de Federighi, dignatario de la catedral por su rango de Arcediano de Carmona.